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Los clubes de la maría

 Han nacido en España, pero el ejemplo se extiende por Europa: son los Cannabis Social Clubs. Fumadores de marihuana por placer y enfermos que la usan con fines terapéuticos se unen legalmente, pagan cuotas, hacen cultivos colectivos y se reparten la marihuana mensualmente.

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Martin Barriuso presidente de la Pannagh

A las seis de la tarde, junto al bilbaíno mercado de la Ribera, señoras con la compra van y vienen. Begoña tiene 82 años. Sube hasta el primer piso y llama al timbre de una puerta sin distintivos. Allí la recibe Martín, un joven treintañero nada sospechoso. “Vengo a buscar la bolsita de mi hija Soraya”, comenta la mujer. Tiene que esperar, delante hay una empleada de banca y un universitario. Martín coloca cogollitos de maría en una pesa digital hasta llegar a los 10 gramos. Begoña guarda la bolsita, paga 35 euros y se marcha tan contenta. Coge el autobús hasta la nueva barriada de Miribilla, sube a casa de su hija y le entrega la mercancía.

Martín no es un camello, es el presidente de la asociación Pannagh; ni Begoña es un correo de la droga, sólo una madre preocupada. Su hija Soraya tiene esclerosis y está en silla de ruedas. “Cuando me pusieron un tratamiento de mitoxantrona, quimioterapia vía intravenosa, empecé a tener vómitos impresionantes. En mis manos cayó un poco de marihuana, la fume y las náuseas y vómitos acabaron –cuenta Soraya, que tiene 46 años–. Hasta hace un año no tenía ni idea de que la marihuana podía tener utilidad terapéutica”. Hace 15 días, la Generalitat de Cataluña anunció que apoyará la dispensación en farmacias de marihuana para determinadas dolencias, entre ellas los vómitos y la falta de apetito provocados por las sesiones de quimioterapia. “Cuando me despierto, tengo las piernas rígidas, intento levantarme y no puedo. Esa espasticidad empieza a eliminarse cuando me fumo el primer porro. Con los relajantes musculares se te relajan las piernas, sí, pero también los esfínteres, y eso es horrible”, comenta. Esta mujer es uno de los 250 socios de Pannagh, el primer Club Social Cannábico creado en España. No todos los socios utilizan la marihuana como medicamento. Muchos son fumadores lúdicos. Juan Beitia, de 22 años y programador cultural en la capital vizcaína, admite su consumo: “Nunca he fumado mucho, pero desde que estoy en la asociación aún menos. La diferencia es la calidad. Es como tomar garrafón o un licor de calidad, pero encima la calidad es más barata. Que no me engañen o adulteren la sustancia es lo que me animó a asociarme”.

Los socios arriendan colectivamente un terreno donde cultivar cannabis para los socios que lo deseen. No tienen ánimo de lucro y no pueden vender marihuana a terceras personas. Entre todos, calculan el consumo anual de maría y reparten los gastos del alquiler de la tierra, las semillas y abonos, los equipos de cultivo, el trans- porte de las plantas y su depósito. “Requisito imprescindible es tener 18 años y firmar una declaración en la que se admite ser consumidor. El lúdico sólo puede entrar por invitación de otro socio que le avale. Como cada vez se asocian más personas con enfermedades para las que el cannabis puede estar indicado, hemos decidido reducir la cuota de los usuarios terapéuticos y el precio del gramo para ellos”, explica Martín Barriuso. Pannagh posee el terreno de cultivo en un municipio del sureste vizcaíno –“no decimos dónde está porque el problema no es la policía, sino los ‘manguis’, los que roban”– y allí hace no mucho recogieron la cosecha anual de 80 plantas. Doce variedades de marihuana –de muy estimulante a sedante– cultivadas de forma ecológica. “El reparto se hace una vez al mes en nuestra sede. Para los usuarios lúdicos, el coste del gramo es de 4,50 euros, y para los terapéuticos, 3,50 euros. Estamos hablando –explica Martín– de que en la calle el gramo cuesta entre 6 y 9 euros; pero sobre todo hablamos de seguridad, nosotros garantizamos calidad, pero además aconsejamos consumos responsables y dosi caciones a la baja, hacemos campañas de prevención…; es decir, estamos quitando negocio a los narcotra cantes”. Barriuso no quiere decir nombres, pero entre los 250 socios (con una media de edad que sobrepasa los 35 años) hay trabajadores del sector financiero, enfermeras, periodistas, universitarios, pequeños empresarios, guardias de seguridad, agentes comerciales, “y hasta un par de ‘ertzainas’”, con esa.

Maite es empleada de banca. Su consumo es sólo recreativo. “Me gusta experimentar, vivir bien, comer bien, y para mí el fumar también es un placer”. En su opinión, lo más positivo de estos clubes es que no se vuelve a recurrir al menudeo callejero: “Claro que se hace mella a los traficantes, yo no he vuelto a buscar en la calle, con nosotros han perdido negocio”.

Aunque el consumo privado y la tenencia de maría no destinada al tráfico son conductas despenalizadas en España, el cultivo y su distribución siguen prohibidos, ¿cómo es posible que Pannagh y otra decena de clubes cannábicos sigan funcionando? Pannagh nació en Bilbao en 2003 con siete socios. Meses después, asociaciones de enfermos de cáncer y algunos médicos de hospitales públicos derivaban –extrao cialmente– algunos pacientes a la asociación. Había evidencias científicas de que el principio activo del cannabis –el THC– iba bien para abrir el apetito, para combatir las náuseas de la quimioterapia, reducir los espasmos musculares de la esclerosis, para la bromialgia... En octubre de 2005, la policía municipal de Bilbao en- contró una plantación de marihuana en un caserío de Durango. Se llevaron 150 kilos de plantas en fresco y detuvieron a dos socios y al dueño del terreno.

La Audiencia de Vizcaya resolvió en marzo de 2006 que no había delito y archivó la causa. En mayo de 2007, sin recurso de la Fiscalía, se ordenó la devolución de las plantas incautadas. Los jueces de la sección 6ª de la Audiencia Provincial, que entendieron que la plantación cumplía los requisitos que el Supremo había fijado para hablar de “consumo compartido”, aseguraron que se trata “de una modalidad de consumo entre adictos en el que se descarta la posibilidad de transmisión a terceras personas (...) con la única peculiaridad en el caso de Pannagh de que los consumidores participan en el cultivo”. Además, como Pannagh era una asociación legalmente constituida, excluía “cualquier atisbo de clandestinidad”. “Era la primera vez en Europa que se ordenaba la devolución de plantas de marihuana decomisadas”, comenta Barriuso. En la asociación Pannagh, alrededor de un 60 por ciento de los socios usan la marihuana con fines medicinales.

Pedro tiene 48 años y dos hijos adolescentes. Vive en uno de esos parajes idílicos de la costa vizcaína. Es psicólogo, pero ha hecho de todo. Hace cuatro años empezó a tener pérdidas de equilibrio. Al final le diagnosticaron fatiga crónica y bromialgia. Estuvo tomando calmantes opiáceos. “Pero me atontaban –dice Pedro– y me dejaban dormido. La situación se agravó, había veces que venía uno de mis hijos a hablarme y me mareaba, que escuchaba jazz y en mi cerebro parecía que había una pelea de gatos”. En 2006, una trabajadora de un supermercado le comentó lo de la marihuana, probó suerte con un camello del pueblo: “Me hice una infusión de marihuana y al rato el dolor de cabeza había bajado. El problema fue la dosis; como no sabía, me cogí un colocón tremendo”.

En la asociación, Pedro adquiere mensualmente 10 gramos. “Comprendo que alguien quiera fumar un porro para disfrutar, pero en mi caso lo que busco es no pasarlo mal, no sufrir más de lo debido”, explica. Pannagh también les enseña cómo hacer infusiones de marihuana, cómo utilizar la planta a modo de hierba aromática e incluso ahora prestan vaporizadores, aparatos para extraer el principio activo de la maría para luego ser absorbido por el usuario, evitando así los daños ocasionados al fumar.

Estos clubes calculan un consumo máximo por persona y mes de 30 gramos de marihuana. “No queremos ser mayoristas; si alguien quiere más, se tiene que buscar la vida, pero fuera de aquí. El nuestro es un modelo nuevo de autoabastecimiento que encaja con la legalidad vigente”, añade Barriuso. Uno de los problemas legales es el transporte y depósito. “No tenemos un salvoconducto; si nos pillan con la furgoneta llena, estaríamos cometiendo un delito. Igual ocurre con los asociados que guardan en depósito el cannabis recogido. Es una inseguridad absoluta”, explica el presidente de Pannagh.

Begoña, la madre de Soraya, insiste en dar su versión sobre estos clubes: “Me llevé una sorpresa cuando bajé a por la maría para Soraya, los que estaban allí no eran drogadictos ni camellos. Se me quitó el miedo. Y lo más importante, por mi hija iría al fin del mundo”.


información sacada de la revista Interviu

http://www.interviu.es/default.asp?idpu ... 7&h=080331

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